Gabriela:
Le escribo con el temblor de quien ha perdido un padre y camina con el alma hecha en grietas. Le escribo desde un cuerpo que siente distinto, desde una mente que muchas veces duele, que vibra de más, que busca silencio entre los ruidos del mundo. Tal vez por eso la encontré. O tal vez fue usted quien me encontró primero, con sus versos como faro que guiaron mi camino y su voz como refugio que supieron acoger a un niño desolado. No soy ajeno a la desolación. He conocido la ausencia como una habitación fría, y la angustia como una lluvia que no cesa. Pero en usted hallé palabra madre, palabra hermana. Cuando leí su “Balada”, lloré sin entender de dónde venía ese llanto. Luego lo supe: usted hablaba desde donde habito. Desde esa cueva invisible donde lo distinto se vuelve soledad, y donde sin embargo hay belleza, una belleza triste pero viva.
“Piececitos de niño” me toca en lo más profundo. Porque he sentido en mi piel la incomprensión, y he visto esos piececitos; los míos, los de otros, incluyendo los de mi hermano menor, caminar entre piedras sin saber si llegarán a algún abrigo y usted los besaba, los miraba, los dignificaba.
Su ternura no era ternura fácil. Era una ternura que ardía, que dolía como duele el amor cuando no se puede decir en voz alta. Y por eso la siento cerca. Porque yo también he amado con palabras que no siempre encuentran salida, porque mi forma de sentir no cabe en moldes, y sin embargo, en sus versos cabía todo yo. Usted, Gabriela, me enseñó que la diferencia no es un castigo, sino un canto distinto, que el dolor no es vergüenza, sino hondura y que quien siente más, escribe con fuego. Que la herida puede ser un jardín si alguien la riega con paciencia. Gracias por no callar su pena.
Gracias por hablar desde el margen, desde el exilio, desde la piel de los otros. Hoy, desde mi propio margen, la abrazo con las palabras que usted me enseñó a nombrar. Gracias por ser un espejo donde no me siento roto, sino humano. Le escribo como quien siembra en la madrugada: con las manos temblorosas y el corazón lleno de espera. No sé si esta carta cruzará los vientos del tiempo, pero confío en que alguna estrella; una de esas que usted tanto miró desde el Valle del Elqui, la dejará caer suave en su regazo de eternidad. Vengo desde este siglo que usted no vio, pero que supo soñar. Un siglo de vértigo, donde el alma anda a veces sin abrigo. Y sin embargo, usted, desde su desvelo antiguo, sigue hablándonos. Siento su voz en la piedra, en la hoja, en los pies descalzos de los niños que aún cruzan el mundo pidiendo pan y ternura. ¿Cómo hizo, Gabriela, para sostener el mundo con sus manos solas? ¿Para convertir la pérdida en canto, el exilio en raíz, la soledad en semilla? Nadie como usted supo bordar el dolor sin convertirlo en lamento. En su poesía hay un temblor que no muere. Un eco de madre universal, de maestra sin aula fija, de amante que amó en el silencio, sin permiso y sin nombre. He leído su “Desolación” en noches donde la mía me sobrepasaba, y sentí que usted me sostenía desde esa herida suya, abierta y luminosa. He abrazado su “Ternura” como si fuese una manta tejida por manos que nunca dejarían de cuidar. Usted hablaba por los huérfanos, por los olvidados, por los que no tenían derecho a pedir consuelo. Su poesía fue y sigue siendo el consuelo mismo. Si alguna vez sintió que nadie la entendía del todo, sepa que desde aquí, una alma distinta, le susurra: yo sí la escucho, madre de la pena luminosa. Y en sus versos, me siento menos solo. Con lágrimas que también saben ser gratitud, un hijo de la herida que usted supo volver canto.