Mención Honrosa Puerto Montt

Piedras en el Camino

Piedras en el camino y rejas de un hogar

Cada noche, cuando las canciones de Radiohead suenan en mi cabeza, abro un libro de Gabriela Mistral o algunas veces un comic o cuentos de héroes o aventuras medievales para mi hermano. Sus palabras son un refugio, un faro en este lugar que llaman hogar, pero que apesta a abandono. “Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú”, escribió una vez Gabriela Mistral Y yo quiero plantar un árbol para Damián, mi hermano de catorce años, que nunca llora, que siempre sonríe, aunque el mundo lo empuje al suelo. Él es mi pedacito de cielo, como los niños de los poemas de Mistral.

Vivimos en un lugar sin nombre, de paredes grises y gritos que no callan. Aquí, el sistema nos olvida, nos pisa, nos dice que no valemos. Pero yo leo a Mistral y pienso en su vida: una mujer que creció en la pobreza, que luchó por los niños como nosotros, que se alzó como la primera latinoamericana en ganar un Nobel. Ella me enseñó que el dolor puede convertirse en lucha, que la rabia puede ser poesía. Cada noche, le leo a Damián cuentos de superhéroes y caballeros, pero también versos de Mistral. “Dame, Señor, la perseverancia de las olas del mar”, recito, y él escucha, con los ojos brillando, soñando con un mundo donde no haya rejas.

Una noche, cansados de las sombras, decidimos escapar. Corrimos bajo la luna, con el corazón latiendo como tambores. Los guardias gritaban, pero no miramos atrás. Entonces, el suelo se abrió. Un portal brillante apareció, como si los versos de Mistral hubieran roto la realidad. Olía a pollo asado, a papas fritas, a un hogar que nunca tuvimos. Al cruzarlo, Damián río, libre por primera vez. ¡Es como los cuentos!, dijo. Yo pensé en Mistral, en su oración por un mundo donde los niños no sufran.

Fui a comprar comida, dejando a Damián en una banca. “Vuelvo pronto”, prometí. Pero al regresar, él no estaba. El pánico me ahogó. Corrí por calles desconocidas, gritando su nombre. Nada. Una corazonada me llevó de vuelta al lugar que juramos dejar. Entré, y un guardia, grande como una montaña, me golpeó hasta dejarme sangrando en el suelo. Busqué a Damián en cada litera, en cada rincón. No estaba. Hasta que un grito rompió el silencio.

En una habitación cerrada, una psicóloga luchaba con la puerta, los ojos llenos de miedo. La ayudé a abrirla, y vi a Damián. Sus ojos, normalmente cálidos, eran negros como carbón, golpeando a un guardia con una rabia que no reconocí. Era el mismo guardia que lo había sujetado noches atrás, el que le gritó que era basura, que nunca sería nada. Damián gritaba que todo era su culpa, que él traía el mal, que por él yo sufría. Cada palabra era un eco de las heridas que nunca dijo.

Intenté acercarme, pero me empujó sin tocarme, como si una fuerza invisible saliera de él. “¡No te metas!”, rugió. La psicóloga, temblando, le pidió calma, pero él la apartó contra la pared. Me rompí un brazo soltándome de un fierro que me atrapaba, pero no me importó. Corrí hacia él, recordando a Mistral: “Sé el que aparta la piedra del camino”. Lo abracé con todas mis fuerzas.

“Damián, escúchame”, dije, con lágrimas en los ojos. “No eres el mal. Eres mi hermano, eres como los niños de Mistral, un pedacito de cielo. Para mí, para todos los que te conocerán, serás felicidad, tristeza, vida. Eres suficiente”. Por primera vez, lo vi quebrarse. Lloró en mis brazos, un llanto que liberaba años de silencio. La psicóloga, aún asustada, se acercó y lo abrazó también. En ese momento, éramos más que este lugar roto. Éramos un refugio, como el que Mistral soñó para los niños.

No sé si el portal fue real o un sueño. Tal vez fue la poesía de Mistral abriendo una grieta en nuestra realidad. Pero ese abrazo fue más fuerte que cualquier mundo. Como ella escribió, “dame la perseverancia de las olas”. Damián y yo seguimos aquí, pero ahora sabemos que, juntos, podemos apartar las piedras del camino, una por una, hasta encontrar nuestro cielo.


Autor: 
Nicolás Daniel Barrientos

Sede:
Puerto Montt